EL GRITO Y LOS CIEN VAQUEROS


Hay que distinguir entre castigo y corrección. El primero está desterrado hoy y la segunda es clave en la acertada educación de los hijos.
Algunos medios, especialmente los radiales, las llamadas redes sociales, los ociosos, los sensacionalistas, se ocuparon en estos días de unas palabras del papa Francisco relacionadas con la corrección de los niños. Confieso que tengo miedo de abordar el tema porque a mí y a todos los columnistas nos ocurre que tenemos algunos lectores que no leen bien e interpretan peor y, en vez de hacer un comentario constructivo, parecen solazarse insultando. Pero, bueno, como dice la filosofía de la canción ranchera, “no somos monedita de oro pa’ caerles bien a todos”.

Los que tenemos cierta edad solemos decir que nos dieron ‘juete’, calentadores correazos que nos sirvieron y que agradecemos a nuestros padres que lo hicieron. Pero hoy, lo sabemos muy bien, esta clase de castigos son inaceptables. Quiero distinguir entre castigo y corrección. El primero está desterrado hoy y la segunda es clave en la acertada educación de los hijos, y es la que desgraciadamente falta en muchos hogares, porque hacerla “atenta contra el desarrollo de la libre personalidad de los niños”. Ese cuentico de la libre personalidad ha llevado a muchos hogares al fracaso en la educación de los hijos.

Como educador y observador de las costumbres y comportamientos sociales, el asunto de los padres sobreprotectores (la lacra más grande de las familias modernas) me ha interesado siempre, y también el caso de los padres que dejan a sus hijos hacer lo que quieran para no “traumatizarlos”. A los niños hay que corregirlos, y muchas veces a los más pequeños, que no responden todavía a otro tipo de motivaciones más racionales, hay que levantarles en ocasiones un poco la voz (caramba, dije un poquito, no dije gritarles, atención, malos lectores).

Y si el niño no responde, especialmente en casos de evidente peligro para su integridad, se puede levantar la mano, acompañada de un tono un poquitín más alto en la voz, y se puede dejar caer la mano con dulzura y tocar, acariciar –esa es la palabra– la nalguita del niño. Dije acariciar. El niño debe ir comprendiendo que hay límites. Como el tema de la educación de los niños me apasiona, porque, entre otras cosas, es mi vida, he recogido anécdotas aleccionadoras al respecto. Muchas de ellas tienen que ver con accidentes caseros, unos más graves que otros. Si el niño se acerca peligrosamente a la ventana y no responde a palabras suaves o palabras un poco más fuertes, se debe acudir a acariciarle la nalguita, tal como dije. Repito, acariciar no es una metáfora por pegar, no; es tocarle la nalguita con la mano abierta. Un ejemplo entre muchos: érase una madre de un niño muy inquieto que llevaba ya varios accidentes caseros, que había roto todas las porcelanas de la casa porque la mamá decía que no había que corregirlo, y que se movía sin ningún control por todos los rincones de la casa, incluida la cocina. Pues bien, una vez el pequeñín entró a la cocina y agarró una sartén que tenía aceite hirviendo. El líquido le cayó en cabeza, cara y pecho, y allí quedó el pequeño monstruo para toda la vida. Cuando ella me contó la tragedia, recordé el refrán de los arrieros y finqueros: “Vale más un grito a tiempo que cien vaqueros”. Estas consideraciones son apenas un esbozo de un tema que da para largo estudio.

http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/el-grito-y-los-cien-vaqueros-andres-hurtado-garcia-columnista-el-tiempo/15258415

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