VATICANO, 04 Oct. 15 / 03:46 am (ACI).- El Papa
Francisco celebró la Misa de apertura del Sínodo de los Obispos
sobre la Familia hoy en la Basílica de San Pedro en el
Vaticano. A ella asistieron los Padres Sinodales y demás invitados a la
Asamblea de los Obispos que se celebrará desde hoy hasta el 25 de octubre.
En la homilía, el Santo
Padre enumeró algunos problemas que sufre hoy la familia. La Iglesia vive su misión “para defender la
sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la
unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de
Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio. Vivir su misión en la
verdad que no cambia según las modas pasajeras o las opiniones dominantes”.
A continuación, el texto
completo:
«Si nos amamos unos a
otros, Dios permanece en nosotros su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1
Jn 4,12).
Las lecturas bíblicas de
este domingo parecen elegidas a propósito para el acontecimiento de gracia que
la Iglesia está viviendo, es decir, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los
Obispos sobre el tema de la familia que se inaugura con esta celebración
eucarística.
Dichas lecturas se
centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor
entre el hombre y la mujer, y la familia.
La soledad
Adán, como leemos en la
primera lectura, vivía en el Paraíso, ponía los nombres a las demás creaturas,
ejerciendo un dominio que demuestra su indiscutible e incomparable
superioridad, pero aun así se sentía solo, porque «no encontraba ninguno como
él que lo ayudase» (Gn 2,20) y experimentaba la soledad.
La soledad, el drama que
aún aflige a muchos hombres y mujeres. Pienso en los ancianos abandonados
incluso por sus seres queridos y sus propios hijos; en los viudos y viudas; en
tantos hombres y mujeres dejados por su propia esposa y por su propio marido;
en tantas personas que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no
escuchadas; en los emigrantes y los refugiados que huyen de la guerra y la
persecución; y en tantos jóvenes víctimas de la cultura del consumo, del usar y
tirar, y de la cultura del descarte.
Hoy se vive la paradoja
de un mundo globalizado en el que vemos tantas casas de lujo y edificios de
gran altura, pero cada vez menos calor de hogar y de familia; muchos proyectos
ambiciosos, pero poco tiempo para vivir lo que se ha logrado; tantos medios
sofisticados de diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón;
muchos placeres, pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía... Son
cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se encierran en el
egoísmo, en la melancolía, en la violencia destructiva y en la esclavitud del
placer y del dios dinero.
Hoy vivimos en cierto
sentido la misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y
vulnerabilidad; y la familia es su imagen. Cada vez menos seriedad en llevar
adelante una relación sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad,
en la riqueza y en la pobreza, en la buena y en la mala suerte. El amor
duradero, fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de burla y
considerado como algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son
precisamente las que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el
mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental
y social.
El amor entre el hombre
y la mujer
Leemos en la primera
lectura que el corazón de Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo:
«No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le
ayude» (Gn 2,18). Estas palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que
un corazón que se asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con
la soledad y el sentirse solo. Muestran también que Dios no ha creado el ser
humano para vivir en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad,
para compartir su camino con otra persona que es su complemento; para vivir la
extraordinaria experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver
su amor fecundo en los hijos, como dice el salmo de hoy (cf. Sal 128).
Este es el sueño de Dios
para su criatura predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y
mujer; feliz en el camino común, fecunda en la donación recíproca. Es el mismo
designio que Jesús resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: «Al
principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola
carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Mc 10,6-8; cf. Gn 1,27;
2, 24).
Jesús, ante la pregunta
retórica que le habían dirigido – probablemente como una trampa, para hacerlo
quedar mal ante la multitud que lo seguía y que practicaba el divorcio, como
realidad consolidada e intangible-, responde de forma sencilla e inesperada:
restituye todo al origen de la creación, para enseñarnos que Dios bendice el
amor humano, es él el que une los corazones de dos personas que se aman y los
une en la unidad y en la indisolubilidad. Esto significa que el objetivo de la
vida conyugal no es sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús
restablece así el orden original y originante.
La familia
«Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a
superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino
egoísmo y el miedo de aceptar el significado auténtico de la pareja y de la
sexualidad humana en el plan de Dios.
De hecho, sólo a la luz
de la locura de la gratuidad del amor pascual de Jesús será comprensible la
locura de la gratuidad de un amor conyugal único yusque ad mortem.
Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino
un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el miedo
de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano.
Paradójicamente también
el hombre de hoy –que con frecuencia ridiculiza este plan–permanece atraído y
fascinado por todo amor autentico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo,
por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero
sueña el amor autentico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la
entrega total.
En efecto «ahora que
hemos probado plenamente las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a
entender de nuevo la expresión “la tristeza de este mundo”. Los placeres
prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque
tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son
cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito» (Joseph
Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in
Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
En este contexto social
y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la
fidelidad, en la verdad y en la caridad.
Vive su misión en la
fidelidad a su Maestro como voz
que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas
familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se manifiestan el
amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para
defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la
gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio.
Vivir su misión en la
verdad que no cambia según las
modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a
la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor
fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vínculo temporal. «Sin verdad, la
caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio
vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una
cultura sin verdad». (Benedicto XVI,
Enc. Caritas in
veritate, 3).
Vivir su misión en la
caridad que no señala con el
dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se
siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la
acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las puertas
abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de salir del propio
recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad
herida, para incluirla y conducirla a la fuente de la salvación.
Una Iglesia que enseña y
defiende los valores fundamentales, sin olvidar que «el sábado se hizo para el
hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos,
sino pecadores» (Mc 2,17). Una Iglesia que educa al amor autentico, capaz de
alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen
samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: «El error y el mal deben
ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se
equivoca debe ser comprendido y amado [...] Nosotros debemos amar nuestro
tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo.» (Discurso a la Acción Católica
italiana, 30 de diciembre de 1978, 2 c: L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española, 21 enero 1979, p.9). Y la Iglesia debe
buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas
se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en
barrera: «El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso
no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11).
Con este espíritu, le
pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo y que guíe a su Iglesia a través
de la intercesión de la Santísima Virgen María y de San José, su castísimo
esposo.
https://www.aciprensa.com/noticias/santa-misa-de-inauguracion-de-la-xiv-asamblea-general-del-sinodo-de-los-obispos-68483/
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