Los valles de
la región Lima pueden convertirse en la mayor “despensa” de la capital del
país.
En 1950, El Comercio tuvo la generosidad de publicar una
entrevista al suscrito para dar a conocer las investigaciones que había
realizado en Tupe y Taquile. El propósito era simple: llamar la atención sobre
la extraordinaria vitalidad de la comunidad campesina y de sus insospechadas
potencialidades para el país. Lo paradójico es que han transcurrido 65 años y
ese llamado de atención sigue teniendo vigencia.
En ese momento, las comunidades indígenas reconocidas no
llegaban a mil y la opinión general era que representaban el atraso cultural,
el subdesarrollo económico y la marginación social. Yo no lo creía así.
Alentado por el doctor Luis E. Valcárcel, había ascendido hasta Tupe, en las
alturas de la cuenca de Cañete-Yauyos, para elaborar mi tesis de antropólogo y,
después, me había trasladado hasta la inmensidad del lago Titicaca para conocer
la isla de Taquile, un relicto quechua en medio de la región aimara.
Lo que encontré en ambos casos me dejó maravillado. Una
organización basada en la pequeña parcela familiar pero cohesionada por sólidos
lazos de reciprocidad y trabajo en común que manteniendo conocimientos y
valores de la sociedad andina antigua, lejos de aferrarse al pasado, se
proyectaba hacia el futuro articulándose con el mercado y el Estado.
Unos años después pude confirmar estas impresiones cuando dirigí
a un extraordinario equipo de estudiantes hasta la comunidad de Huayopampa, en
las alturas de la cuenca de Chancay-Huaral, dando lugar al informe que titulé
“Estructuras tradicionales y economía de mercado” (IEP, 1968) y que hoy es un
clásico de la antropología peruana.
Ese estudio demostraba cómo mientras más se desarrollaba la economía frutera de la comunidad y más se expandía la actividad comercial con el exterior las relaciones tradicionales de la comunidad se mantenían intactas y se reproducían en vez de ser eliminadas por el “desarrollo”.
Ese estudio demostraba cómo mientras más se desarrollaba la economía frutera de la comunidad y más se expandía la actividad comercial con el exterior las relaciones tradicionales de la comunidad se mantenían intactas y se reproducían en vez de ser eliminadas por el “desarrollo”.
De poco sirvió mi hallazgo. Es cierto que el régimen militar de
Velasco proscribió el nombre de comunidad indígena y lo cambió por el de
comunidad campesina, pero ni ese gobierno ni los que lo sucedieron fueron
capaces de usar esa conclusión para desarrollar una política de promoción e
integración de la comunidad en un plan mayor de desarrollo agrario.
Cuando más, tratando de imitar el “cesarismo democrático” de
México con su pacto Estado-campesinado que protegía el régimen ejidal, los
sucesivos gobiernos se limitaron a intentar una incorporación clientelista de
las comunidades.
Entonces, también se produjo el desborde. Las comunidades en
lugar de morir se multiplicaron y hoy llegan a más de 4.000 en todo el país y
siguen siendo una fuente inagotable de recursos y potencialidades, habiendo
desarrollado por su cuenta la producción mercantil, el comercio, la
agroindustria casera, sin contar con financiamiento ni asistencia técnica;
constituyéndose en una alternativa viable pero olvidada por el país.
Hoy Lima Metropolitana, centro económico y de poder, cuenta con
cerca de un tercio de la población total del Perú y afronta un serio problema
de abastecimiento alimentario, pues es una megalópolis que debe atender a más
de diez millones de habitantes con producción que viene de todo el territorio
pero principalmente del valle del Mantaro a través de una única vía de ingreso,
la Carretera Central, que está virtualmente colapsada por el volumen de
tráfico.
Esta situación determina que Lima sea sumamente vulnerable desde
el punto de vista de la seguridad alimentaria. De otra parte, el valle del
Mantaro cada vez es insuficiente como proveedor tradicional de Lima y Callao.
Desde el punto de vista estratégico, la única posibilidad que tiene Lima
Metropolitana de diversificar sus requerimientos de provisión de alimentos es
desarrollando la gran potencialidad que tienen los valles de la región serrana
de Lima provincias para convertirse en la mayor “despensa” de la capital
del país.
Aquí es donde se revela el potencial comunal. En siete cuencas
altas de esa región existen 247 comunidades campesinas reconocidas, con una
gama de microclimas y la mayor extensión de andenerías utilizadas en el
país.
La potencialidad de estas cuencas altas es tal que poseen una
superficie cultivable mucho mayor que la del valle del Mantaro. Su limitante es
la baja productividad, debido al predominio de la agricultura tradicional, el
incipiente desarrollo tecnológico y el no aprovechamiento del saber ancestral
del sistema de cultivo en andenerías. Su fortaleza es la existencia en ellas de
miles de “emprendedores comunales” ávidos de oportunidades.
Bastaría que un gobierno con visión reparara en este hecho y
generara un gran programa de recuperación de andenería y de promoción del
trabajo y la organización comunal (cultura tradicional) con técnicas
innovadoras y capital semilla (economía de mercado), directamente vinculado al
‘boom’ de la gastronomía.
Lo promisorio es que las cuencas altas de Lima provincias son
solo unas pocas de las existentes en los 52 valles costeños, donde esta
experiencia original podría repetirse. Reparar el olvido de las comunidades
podría convertirlas en un poderoso impulsor de la producción nacional
agropecuaria y de la redistribución de la riqueza.
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